Una vieja guerra

No podía dormir aquella noche. Permanecía a solas junto al fuego, calentando en él una vara de madera de punta afilada. En su cabeza había demasiadas preocupaciones y todo el clan dependía de la decisión que tomara. El tiempo era malo y apenas encontraban comida por la zona. Además, la caza también escaseaba, lo cual hacía que tuvieran que moverse más de lo habitual para encontrar otras fuentes de alimento. Por si eso no fuera suficiente, desde hacía algunos días otro grupo merodeaba por su territorio. Los recursos de la zona no eran suficientes para todos y ellos no querían marcharse abandonando un lugar que conocían bien y en el que tenían varios refugios y lugares sagrados.

     La decisión era difícil, pero no veía más alternativa. A la mañana siguiente, cuando saliera el sol, reuniría a sus mejores cazadores y saldrían para atacar a los enemigos que habían venido desde tierras lejanas. Tenían que conseguir que se alejaran de allí o todo su clan estaría perdido. El hambre ya estaba comenzando a debilitar a los suyos y no podía permitir tal cosa.

     La mañana era fría y no había conseguido dormir nada. Había decidido ya cuáles serían los siete hombres que le acompañarían. Eran los más hábiles cazadores y los que estaban en mejor forma física. Tenían que ser rápidos y sigilosos, puesto que pretendían sorprender a sus enemigos cuando todavía no estuvieran preparados para poder defenderse.

     Se movían con cuidado por la hierba empapada por el rocío nocturno. Portaban hachas con cabeza de piedra, jabalinas de madera y piedras talladas para conseguir filo en uno de sus lados. Sabían, gracias a la información de uno de sus exploradores, que sus rivales habían acampado cerca del río, en un lugar en el que estaban protegidos del viento, pero en el que podían ser rodeados con facilidad. Ese sería su peor error, pensó para sus adentros mientras guiaba a su grupo.

     Comenzaron a descender el desnivel que llevaba a la pequeña corriente de agua. Para su sorpresa, y como si todo estuviera preparado para su victoria, un único centinela protegía el campamento. Estaba dormido, emitiendo sonoros ronquidos y con la cabeza apoyada en el tronco de un árbol. Parecía tan fácil que pensaron que se trataba de una trampa, de modo que se aseguraron de que no había más enemigos escondidos en las proximidades.

     Una jabalina atravesó el corazón del centinela, dejando libre el camino. El jefe del clan sonrió, consciente de que iban a conseguir su objetivo y se preguntó cómo sus enemigos podían haber sido tan confiados. ¿Acaso no eran conscientes de que estaban en un territorio que ya estaba ocupado por otro grupo?

     Siguieron adelante hasta unas rocas desde las que podía ver el pequeño asentamiento enemigo, apenas unas pocas protecciones contruidas con ramas y hojarasca. Todo estaba en calma, lo que evidenciaba que nadie se había percatado de que estaban siendo atacados.

     Esperaron, ansiosos, aguardando la orden de su líder y luego se lanzaron en tromba ladera abajo, profiriendo gritos animales y agitando sus armas en alto. Poco antes de que alcanzaran las primarias estructuras del campamento, algunos de sus moradores, más rápidos que el resto, salieron de ellas y huyeron lo más deprisa que pudieron.

     Con la ventaja de la sorpresa, los atacantes descargaron toda su rabia contra aquellos que no fueron lo suficientemente veloces como para escapar de sus armas. No importaba que fueran niños o adultos, todos recibían los brutales golpes de las armas, puesto que todos ellos consumían los alimentos que tanta falta hacían. El hambre era una poderosa arma, capaz de motivar al combatiente más desanimado.

     Dos jóvenes cazadores, queriendo proteger la huída de los suyos, salieron a su encuentro armados con hachas de piedra. Estaban decididos a morir con tal de proteger a su clan, lo cual los convertía en un gran peligro. El líder de los atacantes alzó una mano deteniendo a sus hombres, luego avanzó unos pasos y desafió al combate a aquellos dos enemigos. Habían vencido, habían expulsado al otro clan de sus tierras y habían matado a varios de sus miembros y todo sin sufrir bajas, pero quería ser él, personalmente, el que acabara con aquellos dos hombres que se enfrentaban a ellos.

     Uno de sus enemigos, más arrojado y entendiendo que aquello era una lucha individual, se adelantó con seguridad y trató de golpear al jefe del clan rival con su hacha. Con un ágil movimiento, el líder esquivó el ataque moviéndose hacia un lado al tiempo que respondía contratacando con su lanza de madera. La punta se clavó profundamente en la garganta de su contrincante, que, sangrando y con los ojos saliéndose de sus órbitas por el terror y la sorpresa, cayó de rodillas llevándose las manos a la mortal herida. El otro cazador, tras ver lo sucedido con su compañero, empezó a correr para unirse con los supervivientes de su grupo.

     Mirando a su alrededor, el jefe comprendió que habían vencido. Habían matado a un puñado de enemigos y el resto escapaban, sin duda para no volver nunca a molestarles. Todos sus hombres seguían vivos y ahora tenían la seguridad de que los recursos de la zona, aunque escasos, iban a ser suyos. Además, habían eliminado la amenaza y sus refugios volvían a estar vacíos y disponibles para cuando tuvieran que utilizarlos. Había sido, sin duda, una gran victoria.

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