La batalla de Kursk

Lloraba sentado sobre la cureña de su destrozado cañón. Las manos agarrando con fuerza su pelo revuelto y los cadáveres de sus compañeros a su alrededor, como testimonio de lo que había sucedido. Todavía se escuchaba el rugido de los motores de los carros de combate soviéticos que se alejaban. La derrota era segura, pero los combates continuaban.

Él no podía dejar de repetir en su mente una y otra vez la misma escena, la del ataque enemigo que había arrasado su posición. Disparaban sus cañones sobre las posiciones rusas, sin descanso, sin tregua. En medio del caos de la batalla, para los artilleros era imposible saber si estaban ganando o perdiendo. Lo único que podían hacer era que sus cañones siguieran escupiendo fuego por las bocas.
Estaban agotados, empapados en sudor y casi sordos por el continuo estruendo de sus poderosas armas. Se movían de forma mecánica, no pensaban, estaban exhaustos. Eran casi como robots encargados de seguir alimentando de forma continua a aquellos voraces dragones que eran los cañones.
kursk 1943Tan entregados estaban a su cometido que no se percataron de que el peligro no venía de la tierra, sino del cielo. No escucharon el aullido del peligro que se lanzaba sobre ellos y, para cuando alzaron la vista, ya era demasiado tarde. Cuatro aviones soviéticos se lanzaban en picado contra sus posiciones. Algunos de los artilleros echaron a correr ante la proximidad del peligro, otros se tumbaron en el suelo agarrándose la cabeza con las manos en un gesto de protección y los hubo que, sencillamente, se quedaron paralizados por el miedo.
Las explosiones sacudieron la tierra, haciendo volar barro, chatarra y restos de cuerpos humanos. Él permanecía acurrucado junto a una pequeña roca, encogido, tratando de hacerse más pequeño para poder protegerse tras ese mínimo obstáculo del terreno. Apenas era capaz de articular ningún pensamiento racional bajo aquella tempestad de fuego y metal que lo destrozaba todo en torno al lugar en el que se resguardaba. Sólo conseguía pensar en que seguía vivo, que todavía respiraba y eso le tranquilizaba mínimamente mientras el mundo temblaba.
El bombardeo terminó de forma inesperada, igual que había comenzado. Los aviones se alejaban en el cielo buscando nuevas víctimas tras sembrar la muerte entre las baterías alemanas. Temeroso, como si esperara otra ronda de bombas soviéticas, el soldado retiró lentamente las manos de su cabeza y se puso en pie, palpándose, cerciorándose de que, milagrosamente, había salido indemne del ataque. Eso sí, su uniforme estaba lleno de la tierra y el barro removidos por las explosiones. Se lo sacudió instintivamente al tiempo que echaba un vistazo al lugar. Parecía que se había movido y viajado hasta la Luna. Todo estaba cubierto de cráteres como si una lluvia de meteoritos se hubiera estrellado allí.
Las piezas de artillería estaban destruidas por completo y se podían encontrar fragmentos de metal por cualquier sitio. Se sorprendió de no haber sido alcanzado por ninguno de ellos. Incluso el más pequeño podría haberlo convertido en picadillo. Cuando vio los cadáveres de sus compañeros sus emociones se entremezclaron, convirtiéndose en una confusa amalgama. Estaba contento de seguir vivo, de no estar descuartizado como ellos, pero al mismo tiempo estaba tremendamente impactado por la pérdida de sus camaradas, con los que tantas penurias había compartido.
Caminó entre los restos de cañones y hombres, sin fijarse detenidamente en nada, pero sin dejar de mirar. En el frente había visto toda clase de horrores, pero esta vez la proximidad le hacía estar mucho más afectado. Todos los miembros de su unidad habían caído y él estaba solo, puede que rodeado por cientos de soldados soviéticos. Derrotado, se sentó en la cureña de su destartalado cañón, respirando profundamente, sin saber qué hacer ni qué camino seguir.
Escuchó el ruido de los motores de los carros de combate enemigos. Se aproximaban y allí, tras una pequeña loma, ya era capaz de ver a los soldados que los acompañaban corriendo hacia donde él se encontraba. Había un fusil cerca de él y, por un momento, cruzó fugaz por su cerebro la idea de recogerlo y combatir, pero pronto abandonó ese propósito.
En vez de eso, abatido, sin ánimo para seguir luchando, se llevó las manos a la cabeza y esperó su muerte, que sin duda llegaría de la mano de aquellos infantes soviéticos que acababa de ver. Los sentía acercarse y, nervioso, tenía tentaciones de levantarse y escapar, pero se mantenía firme en su idea de caer en el mismo lugar que sus compañeros.
Conforme aumentaba el ruido y, por tanto, la cercanía del enemigo, el temor del soldado fue creciendo. Respiraba de forma agitada y cuando pudo distinguir claramente las voces de sus enemigos a pocos pasos de distancia, cerró los ojos con fuerza esperando el disparo que acabara con su vida. Pero esa bala nunca llegó.
Durante unos minutos hubo mucho ruido cerca de él. Ruido de carros de combate, de gritos de soldados, de equipo que choca al bailar en la cartuchera, de botas de alguien que corre, pero ningún disparo. Sintió decenas de miradas sobre él, pero nadie llegó hasta él.
Para cuando se atrevió a abrir de nuevo los ojos, el grupo de enemigos se había alejado, pasando de largo al entender que un solitario y derrotado soldado no era un peligro para ellos. Entonces no pudo aguantar más la presión que sentía en su pecho y se echó a llorar.

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